Después del diluvio, Dios bendijo a Noé y a sus hijos y les dio una instrucción clara:

“Fructificad y multiplicaos, y llenad la tierra.” (Génesis 9:1)

Sin embargo, la humanidad decidió seguir un camino distinto. En lugar de esparcirse y llenar la tierra como Dios había ordenado, se agruparon en un solo lugar, en la llanura de Sinar. Allí planearon levantar una ciudad y una torre cuya cúspide llegara al cielo.

“Y dijeron: Vamos, edifiquémonos una ciudad y una torre, cuya cúspide llegue al cielo; y hagámonos un nombre, por si fuéremos esparcidos sobre la faz de toda la tierra.” (Génesis 11:4)

El problema no era el deseo de construir, sino la intención del corazón. No buscaban honrar a Dios, sino sustituirlo. Querían alcanzar el cielo con sus propias fuerzas, establecer su unidad sin Él y crear un nombre que les diera fama y permanencia.

La tradición identifica la torre de Babel con el zigurat Etemenanki, en la antigua Babilonia, ubicada en lo que hoy es Irak. Su altura se estima en unos 90 metros, muy inferior a los rascacielos actuales: la Torre Colpatria en Bogotá mide 196 metros, la Torre Eiffel 300, y el Burj Khalifa, en Dubái, alcanza los 828 metros. No era el tamaño lo que preocupaba a Dios, sino el orgullo que la torre representaba.

En ese contexto aparece Nimrod, cuyo nombre proviene de la raíz hebrea (מרד) marad, que significa “rebelarse”. Fue el primer poderoso de la tierra después del diluvio y el fundador de Babel:

“Y Cus engendró a Nimrod, quien llegó a ser el primer poderoso en la tierra. Este fue vigoroso cazador delante de Adonai… Y fue el comienzo de su reino Babel, Erec, Acad y Calne, en la tierra de Sinar.” (Génesis 10:8–10)

Nimrod no solo cazaba animales, sino también dominaba y sometía hombres. La literatura rabínica lo presenta como un gobernante tirano y como quien enfrentó a Abraham. En el Midrash Bereshit Rabbah 38:13, Nimrod desafía a Abraham a adorar el fuego; al negarse, lo arroja a un horno ardiente, del cual sale ileso. Más adelante, el Midrash declara:

“Avraham, quien unió a todas las personas del mundo en el servicio de Dios.” (Bereshit Rabbah 39:3)

Así se revela el contraste: Nimrod une a la humanidad contra Dios, mientras Abraham la une para Dios.
Mientras los constructores de Babel querían “hacerse un nombre”, Abraham recibió uno de Dios:
“Y haré de ti una nación grande, y te bendeciré, y engrandeceré tu nombre, y serás bendición.” (Génesis 12:2)

La diferencia es profunda: el nombre que el hombre se da a sí mismo busca gloria; el que Dios otorga, deja bendición. Los que levantaron la torre fueron confundidos y dispersados, y su nombre se convirtió en Babel, que significa confusión. Abraham, en cambio, sigue siendo recordado como padre de la fe y ejemplo de obediencia.

La historia de la torre no terminó allí. Siglos después, Nabucodonosor II trató de restaurar el zigurat Etemenanki, pero su soberbia lo llevó también a la humillación (Daniel 4). Más tarde, Alejandro Magno quiso reconstruirlo en el año 323 a. C., con la intención de hacer de Babilonia su sede imperial, pero murió ese mismo año. Como si Dios siguiera recordando que ningún imperio erigido sin Él perdura.

El resultado inmediato de la rebelión instigada por Nimrod fue la confusión de las lenguas. Lo que comenzó como un proyecto de unidad sin Dios terminó en la dispersión y ruptura de su reino. En un instante, la comunicación se fragmentó, y se nos enseñó que la verdadera unidad no se logra construyendo torres, sino edificando nuestra vida sobre la fe y la dependencia de Dios.

No obstante, la historia de la torre de Babel no concluye en la confusión. Aún queda por cumplirse un acontecimiento anunciado por el profeta Sofonías, quien habló de una futura restauración:
“En aquel tiempo devolveré yo a los pueblos pureza de labios, para que todos invoquen el nombre de Adonai, para que le sirvan de común consentimiento.” (Sofonías 3:9)

En el principio hubo una sola lengua, y al final volverá a ser una. Pero ya no será para rebelarse contra Dios, sino para servirle con un mismo corazón.
La Torre de Babel sigue siendo una lección viva: la grandeza sin Dios termina en ruina, y la unidad sin Su presencia se desmorona. Abraham, en cambio, nos enseña que la verdadera elevación nace de la fe y la humildad. Él no buscó fama, buscó fidelidad. Y por eso, mientras los nombres de los constructores de Babel se perdieron en la historia, el suyo sigue brillando como sinónimo de fe y obediencia.

El nombre que el hombre construye sin Dios se borra; mas el nombre que Dios da, permanece para siempre.

¡Shavua Tov!


Soy comunitaria de Yovel y profesora de Benei Mitzvah.

Comparte en redes

Entradas relacionadas

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *